Bajando por la escala
de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación
más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en
rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos
mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de
mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a
pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte
apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando
cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o
alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor
y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas
ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible
evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud
de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de
mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta,
en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y
cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de
formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles
coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse
con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos
harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra,
amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias,
el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros
rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y
que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más
firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente
pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la
multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y,
junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón,
deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores
callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados,
obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba
lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los
oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.
- E. A. Poe, El hombre de la multitud.
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