sábado, 17 de septiembre de 2016

Consuelo y el indio.

Por primera vez en su silenciosa existencia, Consuelo desobedeció una orden y tomó una iniciativa. Con ayuda de la cocinera arrastró al indio a su habitación del último patio y lo acostó en su jergón, decidida a salvarlo, porque le pareció una lástima verlo convertido en adorno para satisfacer un capricho del patrón y también porque en algunas ocasiones, ella había sentido una inexplicable inquietud al ver las manos de ese hombre, grandes, morenas, fuertes, atendiendo las plantas con singular delicadeza. Le limpió la herida con agua y jabón, le hizo dos cortes profundos con el cuchillo de picar pollos y durante un buen rato estuvo chupándole la sangre envenenada y escupiéndola en un recipiente. Entre buche y buche se enjuagaba la boca con vinagre, para no morirse ella también. Enseguida lo envolvió en paños empapados en trementina, lo purgó con infusiones de hierbas, le aplicó telarañas en la herida y permitió que la cocinera encendiera velas a los santos, aunque ella misma no tenía fe en ese recurso. Cuando el enfermo empezó a orinar rojo, sustrajo el Sándalo Sol del gabinete del Profesor, remedio infalible para los flujos de las vías urinarias, pero a pesar de todo su esmero, la pierna comenzó a descomponerse y el hombre a agonizar lúcido y callado, sin quejarse ni una sola vez. Consuelo notó que, haciendo caso omiso del pánico ante la muerte, la asfixia y el dolor, el jardinero respondía con entusiasmo cuando ella le frotaba el cuerpo o le aplicaba cataplasmas. Esa inesperada erección consiguió conmover su corazón de virgen madura y cuando él la tomó de un brazo y la miró suplicante, ella comprendió que había llegado el momento de justificar su nombre y consolarlo de tanta desgracia. Además sacó la cuenta de que en sus treinta y tantos años de existencia no había conocido el placer y no lo buscó, convencida de que era un asunto reservado a los protagonistas del cine. Resolvió darse ese gusto y de paso ofrecérselo también al enfermo, a ver si partía más contento al otro mundo. 
Conocí tan profundamente a mi madre, que puedo imaginar la ceremonia que sigue, aunque ella no me dio todos los detalles. No tenía pudores inútiles y siempre respondía a mis preguntas con la mayor claridad, pero cuando se refería a ese indio solía quedarse de pronto en silencio, perdida en sus buenos recuerdos. Se quitó la bata de algodón, la enagua y los calzones de lienzo y deshizo el rodete que llevaba enrollado en la nuca, como exigía su patrón. Su largo cabello le cayó sobre el cuerpo y así vestida, con su mejor atributo de belleza, se montó sobre el moribundo con gran suavidad, para no perturbar su agonía. No sabía muy bien cómo actuar, porque no tenía experiencia alguna en esos quehaceres, pero lo que le faltó en conocimiento lo pusieron el instinto y la buena voluntad. Bajo la piel oscura del hombre, los músculos se tensaron y ella tuvo la sensación de cabalgar sobre un animal grande y bravo. Susurrándole palabras recién inventadas y secándole el sudor con un paño, se deslizó hasta el sitio preciso y entonces se movió con discreción, como una esposa acostumbrada a hacer el amor con un marido anciano. Pronto él la volteó para abrazarla con la premura impuesta por la proximidad de la muerte, y la breve dicha de ambos alteró las sombras de los rincones. Así fui concebida, en el lecho de muerte de mi padre. 
Sin embargo, el jardinero no murió, como esperaban el Profesor Jones y los franceses del serpentario, que querían su cuerpo para experimentos. Contra toda lógica, comenzó a mejorar, le bajó la calentura, se le normalizó la respiración y pidió de comer. Consuelo comprendió que sin proponérselo había descubierto un antídoto para las mordeduras venenosas y siguió administrándoselo con ternura y entusiasmo cuantas veces él lo solicitó, hasta que el paciente pudo ponerse de pie. Poco después el indio se despidió sin que ella intentara detenerlo. Se tomaron de las manos durante un minuto o dos, se besaron con cierta tristeza y luego ella se quitó la pepita de oro, cuya cuerda estaba ya gastada por el uso, y la colgó al cuello de su único amante, como un recuerdo de los galopes compartidos. Él se fue agradecido y casi sano. Mi madre dice que iba sonriendo. 

-Eva Luna, Isabel Allende.


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