Por primera vez en su silenciosa
existencia, Consuelo desobedeció una
orden y tomó una iniciativa. Con ayuda
de la cocinera arrastró al indio a su
habitación del último patio y lo acostó
en su jergón, decidida a salvarlo, porque
le pareció una lástima verlo convertido
en adorno para satisfacer un capricho
del patrón y también porque en algunas
ocasiones, ella había sentido una
inexplicable inquietud al ver las manos
de ese hombre, grandes, morenas,
fuertes, atendiendo las plantas con
singular delicadeza. Le limpió la herida
con agua y jabón, le hizo dos cortes
profundos con el cuchillo de picar
pollos y durante un buen rato estuvo
chupándole la sangre envenenada y
escupiéndola en un recipiente. Entre
buche y buche se enjuagaba la boca con
vinagre, para no morirse ella también.
Enseguida lo envolvió en paños
empapados en trementina, lo purgó con
infusiones de hierbas, le aplicó
telarañas en la herida y permitió que la
cocinera encendiera velas a los santos,
aunque ella misma no tenía fe en ese
recurso. Cuando el enfermo empezó a
orinar rojo, sustrajo el Sándalo Sol del
gabinete del Profesor, remedio infalible
para los flujos de las vías urinarias,
pero a pesar de todo su esmero, la
pierna comenzó a descomponerse y el
hombre a agonizar lúcido y callado, sin
quejarse ni una sola vez. Consuelo notó
que, haciendo caso omiso del pánico
ante la muerte, la asfixia y el dolor, el
jardinero respondía con entusiasmo
cuando ella le frotaba el cuerpo o le
aplicaba cataplasmas. Esa inesperada
erección consiguió conmover su corazón
de virgen madura y cuando él la tomó de
un brazo y la miró suplicante, ella
comprendió que había llegado el
momento de justificar su nombre y
consolarlo de tanta desgracia. Además
sacó la cuenta de que en sus treinta y
tantos años de existencia no había
conocido el placer y no lo buscó,
convencida de que era un asunto
reservado a los protagonistas del cine.
Resolvió darse ese gusto y de paso
ofrecérselo también al enfermo, a ver si
partía más contento al otro mundo.
Conocí tan profundamente a mi
madre, que puedo imaginar la ceremonia
que sigue, aunque ella no me dio todos
los detalles. No tenía pudores inútiles y
siempre respondía a mis preguntas con
la mayor claridad, pero cuando se
refería a ese indio solía quedarse de
pronto en silencio, perdida en sus
buenos recuerdos. Se quitó la bata de
algodón, la enagua y los calzones de
lienzo y deshizo el rodete que llevaba
enrollado en la nuca, como exigía su
patrón. Su largo cabello le cayó sobre el
cuerpo y así vestida, con su mejor
atributo de belleza, se montó sobre el
moribundo con gran suavidad, para no
perturbar su agonía. No sabía muy bien
cómo actuar, porque no tenía
experiencia alguna en esos quehaceres,
pero lo que le faltó en conocimiento lo
pusieron el instinto y la buena voluntad.
Bajo la piel oscura del hombre, los
músculos se tensaron y ella tuvo la
sensación de cabalgar sobre un animal
grande y bravo. Susurrándole palabras
recién inventadas y secándole el sudor
con un paño, se deslizó hasta el sitio
preciso y entonces se movió con
discreción, como una esposa
acostumbrada a hacer el amor con un
marido anciano. Pronto él la volteó para
abrazarla con la premura impuesta por
la proximidad de la muerte, y la breve
dicha de ambos alteró las sombras de
los rincones. Así fui concebida, en el
lecho de muerte de mi padre.
Sin embargo, el jardinero no murió,
como esperaban el Profesor Jones y los
franceses del serpentario, que querían su
cuerpo para experimentos. Contra toda
lógica, comenzó a mejorar, le bajó la
calentura, se le normalizó la respiración
y pidió de comer. Consuelo comprendió
que sin proponérselo había descubierto
un antídoto para las mordeduras
venenosas y siguió administrándoselo
con ternura y entusiasmo cuantas veces
él lo solicitó, hasta que el paciente pudo
ponerse de pie. Poco después el indio se
despidió sin que ella intentara detenerlo.
Se tomaron de las manos durante un
minuto o dos, se besaron con cierta
tristeza y luego ella se quitó la pepita de
oro, cuya cuerda estaba ya gastada por
el uso, y la colgó al cuello de su único
amante, como un recuerdo de los
galopes compartidos. Él se fue
agradecido y casi sano. Mi madre dice
que iba sonriendo.
-Eva Luna, Isabel Allende.
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