Me dirijo al sur
Hola,
me llamo Jana y escribo esto para dar a conocer mi historia.
Todavía
recuerdo mi primer beso, a los 4 años recién cumplidos. En realidad recuerdo
las palabras de mi madre contándome cómo ese diablillo se me echó encima
intentando demostrar un gran amor que decía consumirle por dentro, producto de
los poemas que solía contarle su madre al acostarse. Por suerte o por desgracia
ese suceso no entra en mi "desde que tengo uso de razón". El gran
primer beso que recuerdo ocurrió cuando yo tenía 8 años, una buena edad para
empezar a experimentar, ¿no creen? Me parece recordar que ese niño no llegó a
ser mi novio, los cuatro o cinco siguientes sí.
Después
hubo una época de decadencia amorosa, parecía que iba a durar poco, pero se
dilató más de un año, más de dos, más de tres. A los 15 años y medio, como
solía decir, me quedé soltera, sin sospechar que iba a tener tiempo de sobra
para acostumbrarme a mi nuevo estado civil. Decidí dejar de darle importancia a
mis pasadas etapas de color rosa y me centré en cosas de mayor provecho, como
los estudios y los amigos. Era una alumna intermedia, mis notas no eran bajas
pero tampoco destacaba, no era perfecta, pero, ¿quién lo es? Tenía amigas en
cada aula, en cada barrio, en cada rincón de la gran ciudad. Simples conocidos,
conocidos amigos, amigos de pasar el rato, amigos del alma, enemigos en
práctica, enemigos expertos... nada del otro mundo. Uno de esos simples
conocidos, en menos de una semana pasó a ser un conocido amigo, posteriormente
un amigo para pasar el rato y en un abrir y cerrar de ojos ya le estaba
contando mis más íntimos secretos. Volví a sentirme como una niña otra vez, o
no vi la fina línea que separa la amistad del amor o hice caso omiso de ella.
La cuestión es que algo empezó a crecer en mí, cuanto más hablaba con Damián,
cuanto más compartía momentos con él, más mariposas rompían sus capullos para
batir libremente sus alas por todas las partes de mi ser. Me sentí un poco más
mayor, estaba a punto de cumplir los 17 y era incapaz de controlar mis
sentimientos. Ese era mi único gran secreto, ni siquiera se lo conté a mis
mejores amigas Clara, Lidia y Sofía. Prefería que esa fina línea de separación entre
sentimientos brillara por su ausencia en mí pero que estuviera presente en la
realidad. Esa división era el equilibrio de nuestra amistad, le daba sentido a
todo.
El
tiempo fue pasando y llegó el momento de separarme un poco de mis amigos y
emprender una vida no muy lejana pero sí diferente. Al terminar el instituto me
puse a estudiar un curso de Administrativo. En él conocí a gente nueva, aunque
no me olvidé de mis antiguas amistades. Contrariamente a lo que esperaba,
conseguí superar el separarme de Damián después de estar meses y meses sin
dejar de pensar en él.
Empecé
a fijarme en otros chicos, pero ellos no demostraban demasiado interés por mí, todo
lo que ellos tenían de atractivo lo tenía yo de insignificante. A mis
compañeras no las costaba nada llamar la atención de aquellos a los que echaban
el ojo. ¿Por qué yo no? ¿Por qué era tan invisible? No era gorda, en vez de
salir con gafas me ponía las lentillas, era alta... Estaba realmente frustrada.
Cuando intentaba ir más allá con algún compañero, todo era en vano, no me tomaban
en serio. Era amiga de todos pero amor de ninguno. Primero sólo fue una
desilusión, después dos, tres...¿Qué fallaba?
Conseguí
sacarme el curso, sí, pero creo que fue con lo único positivo que me marché de allí.
Cuando
volví a casa para celebrar el fin de mi época estudiantil, después de que mis
padres me hicieran un detallado resumen de los acontecimientos ocurridos en mi
ausencia durante la tertulia de la comida, me informaron de que mis amigas de
la infancia e instituto habían querido contactar conmigo en numerosas ocasiones.
Y fue ahí.
Fue
en ese momento cuando mis ojos volvieron a brillar con luz propia. Damián.
–Tengo
que volver a verle –sentencié.
Me
puse en contacto con Sofía, a las demás no conseguí localizarlas. Le dije que
ya estaba en casa, que había terminado de estudiar y que tenía muchas ganas de
volver a verla a ella y a las demás. Yo sugerí la fecha, la hora y el lugar,
ella aceptó y se encargó de avisar a las demás.
A
las 19:00 ya me encontraba en la puerta del McDonals, donde solíamos reunirnos
siempre que quedábamos cuando estudiábamos juntas e incluso algunas veces
durante mi curso. Habían cambiado bastante, pero todavía las reconocía.
La
tercera pregunta que me hicieron fue sobre mi vida amorosa. Hubo un silencio
incómodo, no encontraba un punto lo suficientemente alejado del actual
escenario para mirarlo fijamente, dando a entender que estaba ansiosa por
escuchar la siguiente pregunta. Pero no ocurrió, ellas siguieron insistiendo y
yo no tuve más remedio que declararme tocada y hundida. Y descompuesta, la
verdad. Era muy predecible que después de mi cortante respuesta ellas empezaran
a recitar su lista. Cogí aire y lo aguanté todo el tiempo que pude, como si de
sumergirse en una extensa masa de agua se tratara. Su conversación sobre sus
numerosas experiencias fue más larga de lo que yo pude aguantar haciendo oídos
sordos. Fue en ese momento y no otro cuando me convertí en la verdadera oveja
negra.
Conseguí
despegarme de ellas hora y media más tarde. Las cuatro teníamos 23 años y las
vivencias de la que menos había ligado de ellas triplicaban las mías. Mis únicos
recuerdos de ese calibre databan de mi época infantil. "¿Cómo debo
sentirme ahora? ¿Debería hacer algo al respecto?". Mientras miles de
preguntas carcomían paulatinamente la poca autoestima que me quedaba mis ojos
se fijaron en una casa que me resultaba especialmente familiar. Observé la
fachada, admiré su color crema, examiné la gran puerta principal de madera de
ébano. De repente, una luz me iluminó el camino a casa, el cual tracé lo más
rápido que pude, sin volver ni por un sólo segundo la vista atrás.
Nada
más entrar descolgué el teléfono y marqué un número.
–¿Diga?
–respondió una voz masculina al otro lado del teléfono.
–¡Hola!
¡Soy yo, Jana! –contesté eufórica.
–¿Jana?
–preguntó la voz, confundida.
–Sí
Damián, soy Jana. ¡La del instituto! –insistí sin perder los nervios.
–¡Jana!
¡Cuánto tiempo...años!
–¡Sí!
Acabo de terminar un curso hace poco –añadí, aliviada de que todavía me
recordara.
–¿En
serio? ¿De qué?
–¿Por
qué no quedamos y nos ponemos al día? –dije sin pensar.
–Hmm,
buena idea. ¿Mañana? ¿A las 12?
–En
el Parque Central.
–Hecho.
Hasta mañana entonces, Jana. Me alegro de volver a saber de ti, ha pasado mucho
tiempo.
–Yo
también me alegro Dami, mucho. Nos vemos.
Me
pasé lo que quedaba del día y las dos horas anteriores al encuentro del
siguiente preguntándome qué pasaría. ¿Seguiría igual? ¿Habría cambiado? ¿Más
alto tal vez? No tenía ni idea de lo que le iba a decir cuando estuviera con él,
sólo confiaba en que ese "me alegro de volver a saber de ti" fuera
más que un simple cliché. "¿De verdad desearía volver a verme tanto como
yo a él? Si era así, ¿Significaría que también sentía algo más?".
Mis
indagaciones continuaron hasta que el cansancio penetró en mis huesos y me
obligó a conciliar el sueño.
A
la mañana siguiente no me hizo falta hacer ningún esfuerzo para que toda la
ilusión volviera a mí, me despertó la sonrisa. Una vez que me hube preparado,
dediqué todo mi tiempo libre a maquinar, casi escribir, un guión.
Fui
la primera en llegar al parque, poco después llegó él y nos saludamos con un
acalorado abrazo. Seguía igual de alto, igual de guapo, el mismo corte de pelo,
mismo estilo. Era el Dami de siempre, el conocido que, con una velocidad
trepidante, se convirtió en el mejor baúl capaz de guardar los secretos más
íntimos de una persona. El mismo que me hizo abrir una vez más las puertas al
amor después de tanto tiempo, me tentaba a volver a darle paso a mi alma, pero
esta vez por la puerta grande.
Me
contó cómo, después de terminar yo el instituto, tuvo que enfrentarse a una
profesora por una injusticia, lo que le llevó de cabeza a la repetición del
último curso. Cuando consiguió salir de allí, se buscó trabajo para
independizarse cuanto antes. Había pasado ya por dos y ahora estaba buscando un
tercero. Yo, por mi parte, le conté que en todo el tiempo que no me había visto
no estuve haciendo otra cosa que estudiar un curso de Administrativo. Le dije
también que estaba de paso, que me iba a ir al sur a buscar trabajo pero que
antes paré allí para despedirme por última vez.
Confiaba
en que esas últimas palabras hubieran hecho mella en él, y, a falta de una
respuesta, me lancé a sus labios, tal y como se lanzó aquel diablillo aspirante
a poeta.
–Mi
verdadero primer beso –pensé–, supongo que a...
No
me había dado tiempo ni siquiera a saborear sus labios cuando, con un
movimiento rápido hacia atrás, los despegó de los míos. Se produjo un gran
silencio incómodo, tres veces más que el que apareció cuando quedé con mis
amigas. Un silencio de rechazo.
Me
levanté apresuradamente del césped en el que estábamos sentados y me fui
corriendo, exactamente igual que la última vez que había corrido, desde la casa
que me recordaba a la suya hasta la mía, sólo que en ese momento no corría de
emoción, sino de vergüenza, de rabia, odio, frustración...malos sentimientos
que, combinados desordenadamente, sólo pueden provocar nudos sin desenlace.
Llegué
a casa y subí a mi habitación, advirtiendo a mis padres de que no me molestaran.
–Otra
vez –pensé en voz alta–, otra vez igual. Ya no sólo me rechazaron los chicos
que conocí en el curso, también Damián. ¿Tan fea soy? Mido 1'60, ¿acaso soy
baja? No lo entiendo, ¿Qué hago mal? ¿Qué tengo que ser para atraer a un
chico?...Exacto, ser. Ahí está, soy yo, el problema soy yo. Recuerdo que en el
instituto a Dami le gustaba una chica pelirroja de ojos azules. No es difícil.
A ver, ¿Qué más, qué más?...¡pañuelo! La chica llevaba un pañuelo al cuello día
sí día también. Era bastante femenina, siempre a la moda. Bolso y camiseta con
escote.
Cogí
un bolígrafo e hice una lista. Había cosas de las que sí disponía, las que
faltaban las compré aquella misma tarde en la calle Infinito, el lugar ideal
para ir de tiendas.
Volví
a llamarle en cuanto regresé, pero no me cogió el teléfono.
–Está
bien, lo haré a mi manera.
Cogí
del armario unos pantalones pitillo, un pañuelo morado y un bolso que nunca
llegué a estrenar. Saqué de una bolsa una camiseta azul clara y me la puse, sin
saber muy bien cómo colocármela de manera que no dejara a la vista más de lo
necesario. Era la hora de entrar en el baño para salir siendo una chica
totalmente diferente.
Hora
y media después salí del aseo y me vestí. Me eché una ojeada en el espejo
grande del armario y, sin dejar de estudiar mi rostro, me puse las nuevas
lentillas encima de las que ya tenía.
A
mitad de camino me di cuenta de que el anillo que me regaló mi abuela cuando hice
mi Primera Comunión se había manchado accidentalmente de colorante caoba
rojizo, pero aún así no me lo quité, quizá me diera fuerzas para lo que estaba
a punto de hacer.
-Llegó
la hora. Es ahora o nunca.
Toqué
a la puerta y oí unos pasos rápidos descender por unas escaleras, tan pronto
como cesaron, la puerta se abrió. Al otro lado apareció Damián, al principio
con una expresión entre cansada y molesta; apenas tres segundos después, su
semblante fue cambiado a medida que me examinaba, me comía con la mirada.
–Ho...Hola
–consiguió articular, sorprendido.
–Hola.
Siento lo de antes –me disculpé–, ¿Puedo pasar?
No
escatimé en recursos para engatusarle: adopté una postura totalmente erguida,
comencé a rizarme un mechón de pelo con los dedos y me lamí el labio inferior,
todo sin dejar de mirarle fijamente.
–Claro
–carraspeó–, adelante.
No
me dio tiempo a decir una palabra más, ya que, en cuanto entré, cerró la puerta
y pasó su brazo izquierdo por mi cintura atrayéndome hacia sí. Esa vez fue él
quien me besó a mí, quien, sin yo ser consciente del tiempo que pasaba mientras
nuestros labios estaban en contacto, me aprisionó contra la puerta. Fue un
choque bastante brusco a la vista de cualquiera, pero ni él ni yo sentimos
dolor alguno, era más lo que estaba sucediendo entre nosotros que cualquier distracción
secundaria. Inmediatamente después de salir de aquella apasionada abstracción
subimos a su habitación, pero eso ya es otra historia.
A
la mañana siguiente amanecí en su cama. Cené con él entre beso y beso y luego
todo se nos fue de las manos, sin oponer demasiada resistencia, la verdad. Era
pronto, todavía no daban las ocho, pero no me seducía la idea de quedarme allí.
Preferí recoger mis cosas y desaparecer como la niebla, como el rocío de la
madrugada, que alcanza su gran auge en el transcurso de la noche, cuando el día
duerme, evaporándose después, a medida que la oscuridad pierde una vez más su
batalla contra la luminosidad que se aproxima por el perezoso horizonte.
–Una
noche, sólo con una noche ha bastado para resolver todas mis dudas –pensé–.
Por
primera vez en la vida me sentía mujer, adulta. Me sentía poderosa, real,
visible, más que cualquier otra chica. Ahora no sólo me atraían de una manera
inconcebible los hombres, sino que yo también causaba un efecto en ellos. Sólo
tenía que buscar la manera de hacerlo, sólo eso para volver a sentirme mujer.
Me sentía completa, satisfecha, realizada. Bueno, la verdad es que lo último
no, ya que esa no sería la última vez, sino la primera de muchas.
Llegué
a casa a tiempo para desayunar. Sorprendentemente mis padres no dijeron nada
respecto a mi ausencia nocturna, entendí que ya tenía una edad para poder
prescindir de las explicaciones que rozaban la intimidad.
A
partir de ahí todo fue sobre ruedas, entendí que a veces es estrictamente
necesario llevar a cabo ciertos cambios para conseguir una vida plena, en todos
los aspectos. Yo sólo necesitaba cambiar una parte de mí.
Comencé
a ir de tiendas más seguidamente, a confiar en mí, en que todo era posible si
se movían algunas piezas. En una de esas tiendas conocí a otro chico con el
cual intercambié algunas palabras y terminó invitándome a asistir a un
concierto que tendría lugar en un local de la calle Garenovi. Fiesta, mucha gente,
buena música, chicos, ¿Qué más podía pedir?
Me
advirtió que era un local bastante estrafalario, que podía encontrarme
cualquier cosa allí, pero que el grupo que tocaba era incomparable.
No
había nada que pensar, le di mi palabra de que acudiría a su encuentro.
Sus
palabras no pudieron ser mas exactas a la hora de describirme el
establecimiento, pero, a pesar de estar todavía en la puerta, no me eché atrás.
Estaba segura de haber elegido bien mi atuendo.
–¡Jana!
–gritó una voz desde la otra punta, más allá de todo el extravagante gentío que
reinaba en el lugar.
Nos
acercamos haciéndonos paso a empujones.
–¿Has
cambiado de tono? Tu pelo no es el mismo que el de esta tarde –rió divertido.
–Sí,
he cambiado un poco –respondí, intentando no dar más color a la apariencia de
mi cabello.
–¿Un
poco? Pero si está más largo...Y ahora que me fijo, si no fuera porque llevas
la cara despejada ni siquiera sabría decir si eres tú –dijo confundido.
La
inseguridad comenzó a adueñarse de mí, ¿De verdad estaba tan exageradamente
cambiada?
–Pero
bueno, Janita, no me hagas caso. Estoy más borracho que tú, no sé lo que veo y
mucho menos lo que digo – añadió acto seguido, intentando eliminar todo átomo
de incomodidad.
–Ahora
lo entiendo todo –sonreí tranquila, aliviada como nunca antes lo había estado.
No
conocía al grupo que animaba tan estruendosamente a su público, ni siquiera me
gustaba ese sonido tan martilleante. Pero valía la pena soportarlo, lo
interesante era lo que vendría después.
Y
así fueron pasando los días, semanas, meses. Sí que me dirigí al sur a buscar
trabajo, tal y como le conté a Dami, pero no abandoné mis costumbres en aquel
lugar, sino que me las llevé conmigo y las hice evolucionar, las hice crecer.
Cada vez formaban más parte de mí, haciéndome imposible diferenciar mi persona
de las costumbres. Conocí a algunos chicos más antes de marcharme, cada semana
renovaba mi vestuario hasta que llegó un momento en el que no cabía más ropa en
mi habitación y decidí combinar unas cosas con otras. Lentillas de todos los
colores posibles, pelucas de diversos tonos y cortes, zapatos de cada tamaño de
tacón, un perfume de cada marca conocida, un reloj para cada día, varios kit de
maquillaje, etc. Conjuntando unas cosas con otras saqué decenas de apariencias,
de estilos, de personas. Eso y nada más era lo que necesitaba para conseguir el
equilibrio, una estabilidad entre mi vida personal y mi vida laboral, a veces
relacionadas entre sí. Gracias al constante cambio de aspecto conseguí satisfacer
mi necesidad de sentirme deseada por aquellos hombres que me atraían. Todos los
complejos, todas las inseguridades, las frustraciones, los amores no
correspondidos...todo eso desaparecía cuando me proponía cambiar de yo. Tenía
tantas posibilidades de cambio que ninguna acción se me antojaba imposible.
No
sabía muy bien qué era lo que me motivaba a cambiar de pies a cabeza, si el
hecho de que los hombres, que antes me rechazaban, se postraran ante mis pies o
la deliciosa sensación de poder cambiar ese yo que no encajaba en ninguna parte
por otros yo dispuestos a comerse el mundo. Creo que no me movía el saber que
ahora los humillados serían ellos, sino mi propio disfrute de los mismos, tener
libertad de elección estando increíblemente segura de que ninguno estaba fuera
de mi alcance.
Pero
una actuación así, una forma de vida tan enfermiza no podía traer nada bueno, y
así fue. Lo que un día empezó siendo la ilusión, la emoción de poder tener una
vida mejor, se transformó en una adicción y, sin tener ya control sobre mi
misma, mudó a un comportamiento absolutamente patológico. Un día me desperté
sin saber quién era, ya no podía recurrir a otro yo porque ya no me quedaban
posibilidades, ya lo había probado todo. Y lo único que realmente formaba parte
de mi fue esta pregunta : ¿Si todo lo que he fingido es lo que no soy, dónde
está mi verdadero yo?
Hoy
por hoy puedo enorgullecerme de poder contar esto, ya que es una visión
subjetiva de mi pasado, por lo que soy consciente de la enfermedad que padecí y
que me ha dejado algunas cicatrices.
Y
si doy a conocer mi historia es sólo por una razón: para que la gente se dé
cuenta de lo que somos capaces de hacer con tal de ser aceptadas, aunque eso
conlleve un cambio total de nuestra persona. Ya no sólo hablo desde un punto de
vista amoroso, sino desde todos. Con los amigos, los padres, la gente nueva, etc.
a veces, sin darnos cuenta, fingimos para hacernos querer, pero la verdad es
que si tú no eres tú, nadie lo va a ser por ti. Si decides vivir fingiendo,
será una gran pérdida ya que no existe una persona igual a otra. Todos somos
igual de valiosos, todos somos perfectos a nuestra manera, hay infinidad de
posibilidades de formas de ser, millones de personalidades distintas, ninguna
de ellas se parece a otra, a ninguna de ellas puedes encajonarla en una definición
ya que cada uno de nosotros somos un conjunto de ideas, pensamientos, valores,
ideales...cada conjunto es diferente, cada conjunto hace de una personalidad
una gran persona. Por esto y por muchas cosas más, nunca hay que intentar
buscar una palabra que nos defina, porque nunca la encontraremos, y eso
significará que lo estamos haciendo bien.
Respecto
al amor, ¿Cuántas chicas han cambiado para adaptarse a los gustos del otro?
¿Cuántas personas han dejado de ser quienes son sólo para complacer al otro?
¿Cuántas personas cambian de aspecto para ser más valoradas por los demás? Más
de las que creemos.
No
hay nada más importante que ser tú mismo en todo momento, te podrán robar lo
que les apetezca, pero tu personalidad jamás.
Jana.
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