jueves, 16 de julio de 2015

Relato ganador del primer premio del XXIII Concurso de cuentos y narraciones cortas del IES Vega del Pirón (2014 - 2015)

Visitas en la oscuridad


Ella seguía viniendo a verme todas las tardes, a la misma hora. Entraba siempre por la puerta de atrás. Por ninguna razón en especial, simplemente porque la de delante estaba tan entrada en años que, si alguien la volvía a abrir, sería incapaz de mantener la casa segura por sí sola una vez cerrada de nuevo. A falta de esa protección esencial, se puso un cerrojo, el cual solo se podía echar desde dentro.
Siempre repetía la misma acción: atravesaba el pasillo desde la puerta de acceso al corral hasta la gloria, no sin cierto temor al dejar tras de sí el umbral que quedaba en medio de éste a la izquierda, el cual conducía a las habitaciones de arriba a través de unas escaleras. Acto seguido cruzaba aliviada la entrada de la todavía estancia más caliente de la casa. Arrojaba la mochila hacia el sillón más cercano a la ventana, cuya persiana solo podía subirse hasta menos de la mitad, y se sentaba en el otro, a esperar, sin saber muy bien a qué, con la mirada perdida en la televisión apagada. Me habría encantado saber lo que pasaba por esa cabecita todas y cada una de las veces que su mirada se perdía en esa oscura pantalla. Quince minutos después, su cansancio parecía ganar la batalla a su pensamiento y dejaba escapar un bostezo. Esa inhalación de oxígeno se le hacía necesaria para alcanzar un mínimo grado de lucidez y así poder empezar a hablar.
Contábame entonces sobre esto y estotro, sobre sus preocupaciones del día, sobre sus nuevos o pasados pero todavía presentes temores, sobre sus frustraciones debido a los sueños o ilusiones marchitas, sobre estos últimos mismos renovados una vez más..., con la total convicción de que yo escuchaba atentamente en todo momento. Me hacía preguntas y yo le daba algunas respuestas, de las cuales parecía entender la mayoría. Las otras, o no las oía o estaba demasiado embebida en su llanto como para prestarme atención.
Recitaba largos discursos, profundas reflexiones sobre nada y todo a la vez. Pero nunca llegaba a ninguna solución, siempre volvía al principio sin encontrar salida alguna. La pescadilla que se muerde la cola.
Media hora después, cansada de hablar, se levantaba y dirigía hacia la sala de enfrente, donde se encontraban la mitad de los libros que aún conservaba la casa. Curioseaba el lomo de cada uno, con objeto de elegir aquel que tuviera el título más seductor, pudiéndose al fin deshacer de los pensamientos que tantas lágrimas le hacían derramar.
 Ben-Hur, de Lewis Wallace; Otelo el mercader de Venecia, de Shakespeare; Rubén Darío, de Vargas Vila; Pabellón de reposo, de Camilo José Cela; Cinco horas con Mario y La hoja roja, de Miguel Delibes; Guerra y Paz, de Tolstoi; Narraciones extraordinarias, de E.A.Poe; Los Nibelungos; Adiós a las armas, de Ernest Hemingway; Las dos después de medianoche, de Stephen King; La Ilíada, de Homero; El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca; Poesías completas, de Antonio Machado[...].
Ese día se decantó por los Entremeses de Miguel de Cervantes, ya que eran lo suficientemente cortos e interesantes como para concentrarse en ellos sin tener que hacer mucho esfuerzo. Volvió a la gloria, pero esta vez se sentó en el otro sillón. Curioseó rápidamente la solapa y abrió el libro, seguidamente pasó la guarda, la portadilla y la portada, parándose por un momento en el envés de ésta.
—Depósito legal, 1967 —leyó, adoptando, a continuación, una expresión de fascinación como si de un abismo se tratara.
No se detuvo a ojear el índice, pasó directamente a la acción.

Ese día apenas pudo leer cuatro hojas debido a las inclemencias del tiempo, que parecía no estar dispuesto a arrojar más luz sobre la situación. Las oscuras nubes cargadas de lluvia se juntaron con la despedida del sol, haciendo aún más corto el día, prolongando más esa oscuridad.

Las tardes anteriores había estado bastante rato sentada en el sillón de al lado de la ventana, aunque, claro está, por mucho que me pese reconocerlo, después de perderse en la pantalla durante quince minutos, a veces incluso más. Yo suspiraba de alivio cada vez que sus ojos, hinchados ya de tanto segregar lagrimas, empezaban a entornarse. Cerca estaría entonces el bostezo que la haría despertar para echar lo negro del alma y encaminarse, pues, hacia la sala en la que se encontraban los libros. Y era ahí cuando, por fin, podía sonreír al ver cómo dejaba la pantalla negra a un lado y prefería la ventana por la que seguía pasando poca luz, pero la suficiente como para enfrascarse en uno de los muchos libros que devoró en ese sillón, después de devolverme la sonrisa. Leyó, mientras tomaba algunos apuntes con la ayuda de boli y papel que portaba en la mochila junto con otros útiles de estudio, algunos libros como El perfume, de Patrick Süskind; El cuaderno de Maya, de Isabel Allende; Las orquídeas rojas de Shanghai, de Juliette Morillot....

Al día siguiente de los Entremeses, decidió dejar éstos de lado, a pesar de haber abandonado incluso el primero de ellos a medio leer, y se propuso terminar El mensaje, de Nicholas Sparks. Diría que "para mi sorpresa", pero, a decir verdad, no me sorprendió lo más mínimo, por tanto, proseguiré con: lo consiguió, y cuando lo terminó echó unos lagrimones más grandes incluso que con Desde mi cielo, de Alice Sebold. Y entonces se percató de que, por primera vez en mi casa, las razones de su llanto no eran sus propios males. Eso le dio pie para comparar y hacerse nuevas preguntas, para abrir un poco más la mente. Me dijo entonces, reflexionando en voz alta:
—Si algo tengo claro es que cuando leo no pienso en lo que me hace daño. O bueno, mejor dicho, no pienso en nada. Pero hasta ahora no había vivido tanto un libro como para llorar con el final, y no de alegría, sino de tristeza, porque el final ha sido claramente trágico. Entonces —continuó, buscando las palabras que mejor encajaran con sus revelaciones— , si he llorado de tristeza por algo que no tiene que ver conmigo, quiere decir que hay algo más al otro lado de esto. Sé que si me siento mal es por lo que tengo en la cabeza en ese momento. Pero si está solo ahí, eso quiere decir que no es real...Se supone que lo que nos ocurre en la realidad nos afecta en la manera de pensar, pero, ¿y si ocurriera del mismo modo a la inversa, que así como queramos ver las cosas, así serán de verdad? Cuestión de perspectiva. Pero yo en realidad no quiero verlas así de intrincadas [...].
Si hablaba y hablaba sin parar era mala señal, siempre ha sido así, pero ese día algo en su ánimo oratorio cambió. No sé si fue ese libro de El mensaje, que vaya con el título, le viene como anillo al dedo, o algo quiso que el rumbo de sus pensamientos cambiara. Fuera lo que fuera, bienvenido fue. Con un brillo extraordinario en los ojos cogió su mochila, se despidió de mí y salió de la casa escopetada.

A la tarde siguiente no apareció, y ,tomándolo por costumbre, mudó de visitarme día sí día también a solo pasarse por aquí los días alternos. Lo interpreté como otra buena señal; si no venía a verme era porque no tenía nada que contar, por ende, nada que la hundiera hasta la desesperación.

Aunque me alegraba por ella, no podía evitar echarla de menos; los días impares me sentía más sola y encerrada en estas paredes que nunca. A mí también me ayudaban sus lecturas en voz alta, y ella lo sabía. El escuchar su dulce voz recitando, lo que significaba que estaba más calmada, y el ver esa imagen suya de la niña que todavía es sentada en el sillón, me hacía olvidar mi malaventurada condición, pudiendo esperar el momento de salir de ahí con un poco más de paciencia.

A medida que se sucedían los días, su presencia hacía que la casa se iluminara más, incluso cuando el tiempo hiciera de las suyas. No fue en dos días, ni tres, ni cuatro. Fueron semanas, meses. Y cada uno de ellos yo rezaba por mi niña, por que no apareciera al día siguiente, o por que, simplemente, apareciera con esa sonrisa que ya no solo iluminaba su rostro, sino también la estancia, el pasillo, esas escaleras que tanto temía. Ella no lo notaba, pero yo podía captar esa energía que irradiaba, como si fuera una estrella que cada vez adquiere más fuerza, más capacidad de poseer luz propia. Al mismo tiempo ella me ayudaba a mí a encontrar mi camino. Era como si con cada una de esas lecturas fuera cultivando su mente, abriéndola más, sintiéndose mejor.

—¿Sabes?, cuando ayer me fui de aquí vi una paloma. Pero no una paloma normal, obviamente hay muchísimas por los alrededores que van en bandada. Esta era diferente, era como yo. Tenía un ala rota y no podía volar, no podía ser libre. ¿Qué se sentirá al poder volar por donde quieras y a la altura y velocidad que se desee? ¿Y buceando? ¿Y si pudiera ser como una sirena y pasar horas y horas bajo la superficie del mar? Bueno —prosiguió, intentando no irse por las ramas— , la cosa es que quise ayudar a esa pobre ave que había perdido el rumbo y estaba en terreno desconocido. La llevé a casa y mamá la ofreció un poco de pan del día anterior, pero estaba tan asustada que no probó bocado. Nunca había cogido una paloma, ¿sabes? Pensaba que me iba a picar, pero no. Tenía dudas sobre qué hacer con ella. No podía curarla porque no sabía cómo hacerlo, y si la dejaba en casa acabaría muriendo, ya fuera de tristeza o de hambre. Entonces decidí llevarla a la iglesia, donde están las demás palomas, porque me dijo mamá que si la acercaba a las otras, lo más seguro es que tendieran a ayudarla. Así que eso fue lo que hice, y sentí una satisfacción enorme.
Tenía esa mirada infantil que tanto me gustaba, esa que un día pude apreciar desde muy cerca, mientras la acariciaba la cara, justo en el mismo sitio donde estaba ahora mismo. Una leve sonrisa adornaba su cara, mientras observaba la habitación de arriba a abajo, sin apenas detenerse en la pantalla negra, ya que no estaba en el ángulo correcto como para poder mirarla. Estaba en el sillón de la luz.
De repente su semblante mudó, frunció el ceño y se recostó del todo sobre el respaldo. Quise taparme los ojos antes incluso de que articulara palabra, pero tenía que ayudarla, aunque fuera lo último que hiciera. Poco después se separó de éste, inclinándose sobre sus rodillas.
—¿Por qué es tan fácil ayudar a los demás y tan difícil ayudarse a uno mismo? —escupió al fin— . Digamos que si eché una mano a la paloma entregándola a las de su especie, ¿tendría que hacer yo lo mismo? Está claro que aquí, tan sola como me siento, no voy a avanzar. La tía dice que leer puede ayudar a cultivarse uno mismo, sí, pero no deja de ser un hobby, una manera de entretenerse, de liberarse del pensamiento por un rato. Sin embargo no se vive a través de ellos, vivir es otra cosa. ¿Qué es vivir? Me da miedo averiguarlo, me asusta enfrentarme a ello.
Se hizo el silencio. Por un momento habría jurado que podía oír sus pensamientos, cómo gritaban, luchaban, cómo unos morían, cómo otros salían victoriosos. Hasta que, lentamente, todos se fueron callando, como un efecto de disco rayado en sus últimas. Y dejó de girar.
Cogió aire con todas sus fuerzas y lo expulsó. Volvió a recostarse, apoyando incluso la cabeza. Sus músculos se destensaron, totalmente relajados. Sus extremidades podían apoyarse sin temblar. Se deleitó con el silencio. Disfrutó la sensación de no oír ni pensar nada. Ella era la dueña. De su cuerpo, de sí misma, de sus pensamientos, de su alrededor. Lo que antes eran gritos que salían de su cabeza, ahora era una nube, una nube transparente, permeable. Por una vez en mucho tiempo podía verla a ella y no a su constante diálogo mental. Lástima que no me fuera posible llorar, porque habría estallado en mil lágrimas, y no de tristeza, como ella decía, por supuesto. Estaba claro que eso era el principio del fin. Estaba dejando de ser una niña para comenzar a ser mujer.

Quince o veinte minutos después subió los brazos por encima de la cabeza y se desperezó como un gato, emitiendo un dulce gemido. Se levantó, como si fuera otra persona, y salió de la estancia. La seguí por el pasillo, por las escaleras, hasta llegar a mi habitación. Se acercó al tocador y, mirando al espejo con una sonrisa, se aproximó a éste y le rozó con los labios, regalándole un beso.
—Para ti —dijo.
Me llegó.
Seguidamente abrió el cofre y cotilleó mis joyas. Eligió un broche de bisutería, no muy costoso pero de gran valor sentimental.
—¿Me lo regalas? —Preguntó.
Asentí, sentada en la cama detrás de ella.
Se lo guardó en el bolsillo de la cazadora y salió de la habitación, cerrando antes el joyero. No volvió directamente a la gloria, se tomó su tiempo para recorrer el resto de la casa, comprobando que todo estuviera en orden. Se estaba despidiendo.
 Algo llamó su atención en la ventana de la habitación del fondo. Palomas. Una bandada de palomas. Seguramente le pediría que ahora fuera ella quien le deseara suerte.


Cuando salió por la puerta del corral, tanto ella como yo sabíamos muy bien que no volvería, pero me alegraba profundamente de ello. Antes de abandonar definitivamente la casa, se dio media vuelta para echar el último vistazo.
—Ánimo, mi niña —la susurré.
Tan pronto como cerró la puerta la oscuridad se volvió a cernir sobre la vivienda.

Al día siguiente, como esperaba, no me visitó. Ni al otro, ni el de después... Pero a la semana siguiente noté algo. No era exactamente una presencia, no transmitía vibraciones, ni energías. Subí las escaleras buscando la fuente de mi confusión. Por un momento sentí miedo. Continué por el pasillo superior, paso tras paso, lentamente. Había una habitación iluminada, una luz tan real como la vida misma. Imposible, ya no había corriente de luz en la casa. Crucé el umbral de la habitación y, en la ventana más alta, había un agujero como un plato de grande. Un agujero brillante, muy brillante. Entonces lo entendí todo.

Paulatinamente, día tras día, el agujero aumentaba su tamaño. Apenas unos centímetros, pero ya estaba cerca. La esperanza que florecía en mi interior se juntaba con una sensación de ligereza creciente. Mi impaciencia desapareció, saboreé como nunca antes ese nuevo estado que me iba consumiendo tan despacio. Era como un continuo suspiro que cada vez se dilataba más, limpiándome con más y más profundidad, purificándome, permitiéndome paladear esa sensación de plenitud directamente en mis propias carnes.

Estaba una mañana observando cómo el agujero ya no parecía un plato, ni siquiera una criba de las que tantas veces usé cuando era joven. Ya apenas podía ver la ventana por la que comenzó a entrar aquella luz, el orificio alcanzó dimensiones aún mayores.
De repente oí unos gritos. Después voces, luego risas. Volvían otra vez a sonar los primeros al mismo tiempo que éstas últimas. La noté. Era ella.
Bajé rápidamente las escaleras y entré en la sala de los libros, por donde podría observar mejor el exterior desde la ventana. Y ahí estaba. Rodeada de gente, pero callada. Ya no reía como hace unos segundos, simplemente miraba mi casa, sonriendo. La miró de arriba a abajo. Estaba feliz.
Iba a volver a la habitación cuando, sin preverlo, echó la vista atrás. La inquietud se apoderó de mí. No sabía cómo interpretar eso. ¿Buena o mala señal?
Subí de nuevo y el agujero seguía igual, creciendo. Intenté no darlo importancia. Quizá no la bastó con mirar la casa cuando estaba apenas a dos metros de ella, tenía que mirarla por última vez sabiendo que no lo volvería a repetir. O sencillamente se le hacía raro mirarla y no entrar. No lo sé, pero habría jurado que dudó a la hora de volver la vista al frente. Sea como fuere, no ha vuelto. Con eso tenía que bastarme.

Las noches siguientes no las pasé en mi habitación, sino en la del agujero, esperando pacientemente, sin querer dar otro repaso a la casa para no llenarme de melancolía. Allí fue donde pasé los últimos treinta y ocho años de mi vida, junto con mi marido, mis hijas, mis nietas... Las despedidas son lo peor, nunca se sabe cuánto hay que dilatarlas, qué echarás de menos después, dónde habrías estado más tiempo recordando. Como decía una novela que leí poco antes de mi muerte: "Ojalá te hubiera abrazado más mientras todavía estaba a tiempo". Cada hora que pasaba me sentía más plena, sí, pero todavía conservaba la mayoría de las sensaciones y sentimientos humanos.

Al fin llegó el momento, ya únicamente pensaba en irme. La luz ya no solo ocupaba la ventana y la pared, diría que la propia habitación se quedó pequeña. Ya no sentía el suelo bajo mis pies, no sentía nada. Solo había luz, por todas partes. Pero no una luz cegadora como la que recordaba del sol, ni de una lámpara. Era luz en el sentido de energía, no había en la vida nada comparado con eso. Me sentía como una pluma, como un eterno suspiro. Menos denso que el aire. No había nada a mi alrededor, no había límite alguno. Ni paredes, ni objetos. Nada material, ni siquiera yo.
Pero, repentinamente, esa energía desapareció. Seguía sin sentir nada, pero oía algo. Voces. O solo una, no conseguía distinguirlo. Abrí entonces los ojos.
—...cular, fue genial. Ayer Bárbara me prestó el libro que quiero leer y da la casualidad de que Miguel tiene la película, así que cuando me lo termine veremos la adaptación los tres. Por otro lado, Paula me dijo antes de ayer que tiene miles de cosas que contarme de su viaje a la playa. ¿O eso ha sido hoy?...¡Ya no me acuerdo! —rió divertida— . Madre mía, cómo pueden llegar a cambiar las cosas, ¿verdad? Sin duda la paloma me dio una lección que nunca olvidaré. Estaba claro que si yo no hacía un esfuerzo por salir de ahí, nadie, humano, espíritu o animal, iba a cogerme los pies para dar los pasos por mí. Ni siquiera el propio destino o la suerte me habrían ayudado a poner fin a esa agonía. Ya no era cuestión de "ya se me pasará", no. Hay cosas que, o haces que pasen, o se quedarán siempre. Ya no confío en la suerte, ni en el destino. Lo que significa que si no luchamos, no lo conseguimos. Pero el hecho de que no existan nos da libertad para conseguir lo que nos propongamos, ya que no habrá ningún "la suerte no está de mi parte".
Tanto la acaloraron sus reflexiones en alta voz que tuvo que desarroparse e incorporarse, quedando sentada en la cama. Cogió a Bunny, el osito de peluche que la regalé cuando era pequeña, y continuó, repasando los bordados de su cara con el dedo índice.
—La forma de ver las cosas lo cambia todo, la perspectiva es algo que, afortunadamente, todos podemos manipular a nuestro antojo, solo hay que saber hacerlo. Es increíble cómo se puede sacar algo bueno de absolutamente todo, cómo se puede aprender de ello si estamos atentos, incluso se puede aprender de uno mismo, puesto que para empezar a vivir bien es necesario conocerse, y hacer lo posible por estar a gusto con lo propio. Sí que es verdad que "hay que pensar antes de hablar", pero para todo hay un término medio, como decía Aristóteles. Si nos descuidamos, por menos de nada, pensamos mucho pero no decimos palabra. Hay que buscar el equilibrio. No es bueno ni mucho ni poco, por eso hay que aprender a controlar, a saber qué es lo mejor para cada uno de nosotros. Aprender de la experiencia.
Sin duda ahora parecía más viva que nunca, y yo, paradójicamente hablado, también. Parecía que ya conciliaba el sueño, tumbándose de nuevo, cuando abrió los ojos y finalizó:
—Ese equilibrio que mencionaba antes no está ahí fuera, no hay que ser como una veleta y dejarse llevar hasta que el viento decida estabilizarte, no hay que depender de nada. Ese equilibrio está únicamente en nuestra cabeza, y también es verdad que no todos los pensamientos concuerdan con nuestra persona. Quiero decir, que no siempre es bueno identificarse con el propio pensar. No se puede prestar atención a los miles de ellos que tenemos por minuto, no hay que tomarles al pie de la letra. Tú eres tú, y luego están tus pensamientos. No somos lo que pensamos. No hay que dejar que desaparezca esa línea que separa ambos conceptos, son muy diferentes. Si flaqueamos y nos dejamos llevar, nos envolverán, nos condicionarán, nos harán esclavos. No hay que dejar que ellos nos convenzan de que es real todo lo que nos muestran. Hay que mirarlo por medio de nosotros mismos, vivir el presente, y luego comparar qué había de verdad y de mentira en ellos. Siempre damos demasiada importancia a las cosas, nos ahogamos en un vaso de agua; no creamos montañas de la nada, sino puras cordilleras. Y ahí es cuando y donde nacen los miedos, en lo alto de esas elevaciones. Éstos —prosiguió— , son los peores enemigos del hombre, manifestados a través del torrente de pensamientos, y solo hay una manera de vencerlos: mirándoles a los ojos y demostrándoles que no les tenemos miedo. Sólo así desaparecerán.


Ahora sí que parecía estar en paz. Con sus pensamientos; con sus ya pasados temores, consciente de que vendrían más que enfrontar; con ella misma y con su alrededor. Y fue en ese momento, en el que su vida empezaba a encenderse, cuando finalmente pude emprender mi camino hacia la luz, hacia la eternidad, desde donde seguiré velando por todos ellos. 

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