Visitas
en la oscuridad
Ella
seguía viniendo a verme todas las tardes, a la misma hora. Entraba siempre por
la puerta de atrás. Por ninguna razón en especial, simplemente porque la de
delante estaba tan entrada en años que, si alguien la volvía a abrir, sería
incapaz de mantener la casa segura por sí sola una vez cerrada de nuevo. A
falta de esa protección esencial, se puso un cerrojo, el cual solo se podía
echar desde dentro.
Siempre
repetía la misma acción: atravesaba el pasillo desde la puerta de acceso al
corral hasta la gloria, no sin cierto temor al dejar tras de sí el umbral que
quedaba en medio de éste a la izquierda, el cual conducía a las habitaciones de
arriba a través de unas escaleras. Acto seguido cruzaba aliviada la entrada de
la todavía estancia más caliente de la casa. Arrojaba la mochila hacia el
sillón más cercano a la ventana, cuya persiana solo podía subirse hasta menos
de la mitad, y se sentaba en el otro, a esperar, sin saber muy bien a qué, con
la mirada perdida en la televisión apagada. Me habría encantado saber lo que
pasaba por esa cabecita todas y cada una de las veces que su mirada se perdía
en esa oscura pantalla. Quince minutos después, su cansancio parecía ganar la
batalla a su pensamiento y dejaba escapar un bostezo. Esa inhalación de oxígeno
se le hacía necesaria para alcanzar un mínimo grado de lucidez y así poder empezar
a hablar.
Contábame
entonces sobre esto y estotro, sobre sus preocupaciones del día, sobre sus nuevos
o pasados pero todavía presentes temores, sobre sus frustraciones debido a los
sueños o ilusiones marchitas, sobre estos últimos mismos renovados una vez más...,
con la total convicción de que yo escuchaba atentamente en todo momento. Me hacía
preguntas y yo le daba algunas respuestas, de las cuales parecía entender la
mayoría. Las otras, o no las oía o estaba demasiado embebida en su llanto como
para prestarme atención.
Recitaba
largos discursos, profundas reflexiones sobre nada y todo a la vez. Pero nunca
llegaba a ninguna solución, siempre volvía al principio sin encontrar salida
alguna. La pescadilla que se muerde la cola.
Media
hora después, cansada de hablar, se levantaba y dirigía hacia la sala de
enfrente, donde se encontraban la mitad de los libros que aún conservaba la
casa. Curioseaba el lomo de cada uno, con objeto de elegir aquel que tuviera el
título más seductor, pudiéndose al fin deshacer de los pensamientos que tantas
lágrimas le hacían derramar.
Ben-Hur,
de Lewis Wallace; Otelo el mercader de Venecia, de Shakespeare; Rubén Darío, de Vargas Vila;
Pabellón de reposo, de Camilo José Cela; Cinco horas con Mario y La
hoja roja, de Miguel Delibes; Guerra y Paz, de Tolstoi; Narraciones
extraordinarias, de E.A.Poe; Los Nibelungos; Adiós a las armas, de Ernest
Hemingway; Las dos después de
medianoche, de Stephen King; La Ilíada, de Homero; El alcalde de Zalamea,
de Calderón de la Barca; Poesías completas, de Antonio Machado[...].
Ese
día se decantó por los Entremeses de Miguel de Cervantes, ya que eran lo
suficientemente cortos e interesantes como para concentrarse en ellos sin tener
que hacer mucho esfuerzo. Volvió a la gloria, pero esta vez se sentó en el otro
sillón. Curioseó rápidamente la solapa y abrió el libro, seguidamente pasó la
guarda, la portadilla y la portada, parándose por un momento en el envés de ésta.
—Depósito
legal, 1967 —leyó, adoptando, a continuación, una expresión de fascinación como
si de un abismo se tratara.
No
se detuvo a ojear el índice, pasó directamente a la acción.
Ese
día apenas pudo leer cuatro hojas debido a las inclemencias del tiempo, que
parecía no estar dispuesto a arrojar más luz sobre la situación. Las oscuras
nubes cargadas de lluvia se juntaron con la despedida del sol, haciendo aún más
corto el día, prolongando más esa oscuridad.
Las
tardes anteriores había estado bastante rato sentada en el sillón de al lado de
la ventana, aunque, claro está, por mucho que me pese reconocerlo, después de
perderse en la pantalla durante quince minutos, a veces incluso más. Yo
suspiraba de alivio cada vez que sus ojos, hinchados ya de tanto segregar
lagrimas, empezaban a entornarse. Cerca estaría entonces el bostezo que la
haría despertar para echar lo negro del alma y encaminarse, pues, hacia la sala
en la que se encontraban los libros. Y era ahí cuando, por fin, podía sonreír
al ver cómo dejaba la pantalla negra a un lado y prefería la ventana por la que
seguía pasando poca luz, pero la suficiente como para enfrascarse en uno de los
muchos libros que devoró en ese sillón, después de devolverme la sonrisa. Leyó,
mientras tomaba algunos apuntes con la ayuda de boli y papel que portaba en la mochila
junto con otros útiles de estudio, algunos libros como El perfume, de Patrick
Süskind; El cuaderno de Maya, de Isabel Allende; Las orquídeas rojas de Shanghai, de Juliette Morillot....
Al
día siguiente de los Entremeses,
decidió dejar éstos de lado, a pesar de haber abandonado incluso el primero de
ellos a medio leer, y se propuso terminar El
mensaje, de Nicholas Sparks. Diría
que "para mi sorpresa", pero, a decir verdad, no me sorprendió lo más
mínimo, por tanto, proseguiré con: lo consiguió, y cuando lo terminó echó unos
lagrimones más grandes incluso que con Desde
mi cielo, de Alice Sebold. Y
entonces se percató de que, por primera vez en mi casa, las razones de su
llanto no eran sus propios males. Eso le dio pie para comparar y hacerse nuevas
preguntas, para abrir un poco más la mente. Me dijo entonces, reflexionando en
voz alta:
—Si
algo tengo claro es que cuando leo no pienso en lo que me hace daño. O bueno,
mejor dicho, no pienso en nada. Pero hasta ahora no había vivido tanto un libro
como para llorar con el final, y no de alegría, sino de tristeza, porque el
final ha sido claramente trágico. Entonces —continuó, buscando las palabras que
mejor encajaran con sus revelaciones— , si he llorado de tristeza por algo que
no tiene que ver conmigo, quiere decir que hay algo más al otro lado de esto.
Sé que si me siento mal es por lo que tengo en la cabeza en ese momento. Pero
si está solo ahí, eso quiere decir que no es real...Se supone que lo que nos
ocurre en la realidad nos afecta en la manera de pensar, pero, ¿y si ocurriera
del mismo modo a la inversa, que así como queramos ver las cosas, así serán de
verdad? Cuestión de perspectiva. Pero yo en realidad no quiero verlas así de
intrincadas [...].
Si
hablaba y hablaba sin parar era mala señal, siempre ha sido así, pero ese día algo
en su ánimo oratorio cambió. No sé si fue ese libro de El mensaje, que vaya con el título, le viene como anillo al dedo, o
algo quiso que el rumbo de sus pensamientos cambiara. Fuera lo que fuera,
bienvenido fue. Con un brillo extraordinario en los ojos cogió su mochila, se
despidió de mí y salió de la casa escopetada.
A
la tarde siguiente no apareció, y ,tomándolo por costumbre, mudó de visitarme
día sí día también a solo pasarse por aquí los días alternos. Lo interpreté
como otra buena señal; si no venía a verme era porque no tenía nada que contar,
por ende, nada que la hundiera hasta la desesperación.
Aunque
me alegraba por ella, no podía evitar echarla de menos; los días impares me
sentía más sola y encerrada en estas paredes que nunca. A mí también me
ayudaban sus lecturas en voz alta, y ella lo sabía. El escuchar su dulce voz
recitando, lo que significaba que estaba más calmada, y el ver esa imagen suya
de la niña que todavía es sentada en el sillón, me hacía olvidar mi
malaventurada condición, pudiendo esperar el momento de salir de ahí con un
poco más de paciencia.
A
medida que se sucedían los días, su presencia hacía que la casa se iluminara
más, incluso cuando el tiempo hiciera de las suyas. No fue en dos días, ni
tres, ni cuatro. Fueron semanas, meses. Y cada uno de ellos yo rezaba por mi
niña, por que no apareciera al día siguiente, o por que, simplemente,
apareciera con esa sonrisa que ya no solo iluminaba su rostro, sino también la
estancia, el pasillo, esas escaleras que tanto temía. Ella no lo notaba, pero
yo podía captar esa energía que irradiaba, como si fuera una estrella que cada
vez adquiere más fuerza, más capacidad de poseer luz propia. Al mismo tiempo
ella me ayudaba a mí a encontrar mi camino. Era como si con cada una de esas
lecturas fuera cultivando su mente, abriéndola más, sintiéndose mejor.
—¿Sabes?,
cuando ayer me fui de aquí vi una paloma. Pero no una paloma normal, obviamente
hay muchísimas por los alrededores que van en bandada. Esta era diferente, era
como yo. Tenía un ala rota y no podía volar, no podía ser libre. ¿Qué se
sentirá al poder volar por donde quieras y a la altura y velocidad que se
desee? ¿Y buceando? ¿Y si pudiera ser como una sirena y pasar horas y horas
bajo la superficie del mar? Bueno —prosiguió, intentando no irse por las ramas—
, la cosa es que quise ayudar a esa pobre ave que había perdido el rumbo y
estaba en terreno desconocido. La llevé a casa y mamá la ofreció un poco de pan
del día anterior, pero estaba tan asustada que no probó bocado. Nunca había cogido
una paloma, ¿sabes? Pensaba que me iba a picar, pero no. Tenía dudas sobre qué
hacer con ella. No podía curarla porque no sabía cómo hacerlo, y si la dejaba
en casa acabaría muriendo, ya fuera de tristeza o de hambre. Entonces decidí
llevarla a la iglesia, donde están las demás palomas, porque me dijo mamá que
si la acercaba a las otras, lo más seguro es que tendieran a ayudarla. Así que
eso fue lo que hice, y sentí una satisfacción enorme.
Tenía
esa mirada infantil que tanto me gustaba, esa que un día pude apreciar desde
muy cerca, mientras la acariciaba la cara, justo en el mismo sitio donde estaba
ahora mismo. Una leve sonrisa adornaba su cara, mientras observaba la
habitación de arriba a abajo, sin apenas detenerse en la pantalla negra, ya que
no estaba en el ángulo correcto como para poder mirarla. Estaba en el sillón de
la luz.
De
repente su semblante mudó, frunció el ceño y se recostó del todo sobre el
respaldo. Quise taparme los ojos antes incluso de que articulara palabra, pero
tenía que ayudarla, aunque fuera lo último que hiciera. Poco después se separó
de éste, inclinándose sobre sus rodillas.
—¿Por
qué es tan fácil ayudar a los demás y tan difícil ayudarse a uno mismo? —escupió
al fin— . Digamos que si eché una mano a la paloma entregándola a las de su
especie, ¿tendría que hacer yo lo mismo? Está claro que aquí, tan sola como me
siento, no voy a avanzar. La tía dice que leer puede ayudar a cultivarse uno
mismo, sí, pero no deja de ser un hobby, una manera de entretenerse, de
liberarse del pensamiento por un rato. Sin embargo no se vive a través de
ellos, vivir es otra cosa. ¿Qué es vivir? Me da miedo averiguarlo, me asusta enfrentarme
a ello.
Se
hizo el silencio. Por un momento habría jurado que podía oír sus pensamientos,
cómo gritaban, luchaban, cómo unos morían, cómo otros salían victoriosos. Hasta
que, lentamente, todos se fueron callando, como un efecto de disco rayado en
sus últimas. Y dejó de girar.
Cogió
aire con todas sus fuerzas y lo expulsó. Volvió a recostarse, apoyando incluso
la cabeza. Sus músculos se destensaron, totalmente relajados. Sus extremidades
podían apoyarse sin temblar. Se deleitó con el silencio. Disfrutó la sensación
de no oír ni pensar nada. Ella era la dueña. De su cuerpo, de sí misma, de sus
pensamientos, de su alrededor. Lo que antes eran gritos que salían de su
cabeza, ahora era una nube, una nube transparente, permeable. Por una vez en
mucho tiempo podía verla a ella y no a su constante diálogo mental. Lástima que
no me fuera posible llorar, porque habría estallado en mil lágrimas, y no de
tristeza, como ella decía, por supuesto. Estaba claro que eso era el principio
del fin. Estaba dejando de ser una niña para comenzar a ser mujer.
Quince
o veinte minutos después subió los brazos por encima de la cabeza y se
desperezó como un gato, emitiendo un dulce gemido. Se levantó, como si fuera
otra persona, y salió de la estancia. La seguí por el pasillo, por las
escaleras, hasta llegar a mi habitación. Se acercó al tocador y, mirando al
espejo con una sonrisa, se aproximó a éste y le rozó con los labios,
regalándole un beso.
—Para
ti —dijo.
Me
llegó.
Seguidamente
abrió el cofre y cotilleó mis joyas. Eligió un broche de bisutería, no muy
costoso pero de gran valor sentimental.
—¿Me
lo regalas? —Preguntó.
Asentí,
sentada en la cama detrás de ella.
Se
lo guardó en el bolsillo de la cazadora y salió de la habitación, cerrando
antes el joyero. No volvió directamente a la gloria, se tomó su tiempo para
recorrer el resto de la casa, comprobando que todo estuviera en orden. Se
estaba despidiendo.
Algo llamó su atención en la ventana de la
habitación del fondo. Palomas. Una bandada de palomas. Seguramente le pediría
que ahora fuera ella quien le deseara suerte.
Cuando
salió por la puerta del corral, tanto ella como yo sabíamos muy bien que no
volvería, pero me alegraba profundamente de ello. Antes de abandonar
definitivamente la casa, se dio media vuelta para echar el último vistazo.
—Ánimo,
mi niña —la susurré.
Tan
pronto como cerró la puerta la oscuridad se volvió a cernir sobre la vivienda.
Al
día siguiente, como esperaba, no me visitó. Ni al otro, ni el de después...
Pero a la semana siguiente noté algo. No era exactamente una presencia, no
transmitía vibraciones, ni energías. Subí las escaleras buscando la fuente de
mi confusión. Por un momento sentí miedo. Continué por el pasillo superior,
paso tras paso, lentamente. Había una habitación iluminada, una luz tan real
como la vida misma. Imposible, ya no había corriente de luz en la casa. Crucé
el umbral de la habitación y, en la ventana más alta, había un agujero como un
plato de grande. Un agujero brillante, muy brillante. Entonces lo entendí todo.
Paulatinamente,
día tras día, el agujero aumentaba su tamaño. Apenas unos centímetros, pero ya
estaba cerca. La esperanza que florecía en mi interior se juntaba con una
sensación de ligereza creciente. Mi impaciencia desapareció, saboreé como nunca
antes ese nuevo estado que me iba consumiendo tan despacio. Era como un
continuo suspiro que cada vez se dilataba más, limpiándome con más y más
profundidad, purificándome, permitiéndome paladear esa sensación de plenitud
directamente en mis propias carnes.
Estaba
una mañana observando cómo el agujero ya no parecía un plato, ni siquiera una
criba de las que tantas veces usé cuando era joven. Ya apenas podía ver la
ventana por la que comenzó a entrar aquella luz, el orificio alcanzó
dimensiones aún mayores.
De
repente oí unos gritos. Después voces, luego risas. Volvían otra vez a sonar
los primeros al mismo tiempo que éstas últimas. La noté. Era ella.
Bajé
rápidamente las escaleras y entré en la sala de los libros, por donde podría
observar mejor el exterior desde la ventana. Y ahí estaba. Rodeada de gente,
pero callada. Ya no reía como hace unos segundos, simplemente miraba mi casa,
sonriendo. La miró de arriba a abajo. Estaba feliz.
Iba
a volver a la habitación cuando, sin preverlo, echó la vista atrás. La
inquietud se apoderó de mí. No sabía cómo interpretar eso. ¿Buena o mala señal?
Subí
de nuevo y el agujero seguía igual, creciendo. Intenté no darlo importancia. Quizá
no la bastó con mirar la casa cuando estaba apenas a dos metros de ella, tenía
que mirarla por última vez sabiendo que no lo volvería a repetir. O
sencillamente se le hacía raro mirarla y no entrar. No lo sé, pero habría
jurado que dudó a la hora de volver la vista al frente. Sea como fuere, no ha
vuelto. Con eso tenía que bastarme.
Las
noches siguientes no las pasé en mi habitación, sino en la del agujero,
esperando pacientemente, sin querer dar otro repaso a la casa para no llenarme
de melancolía. Allí fue donde pasé los últimos treinta y ocho años de mi vida,
junto con mi marido, mis hijas, mis nietas... Las despedidas son lo peor, nunca
se sabe cuánto hay que dilatarlas, qué echarás de menos después, dónde habrías
estado más tiempo recordando. Como decía una novela que leí poco antes de mi
muerte: "Ojalá te hubiera abrazado más mientras todavía estaba a tiempo".
Cada hora que pasaba me sentía más plena, sí, pero todavía conservaba la
mayoría de las sensaciones y sentimientos humanos.
Al
fin llegó el momento, ya únicamente pensaba en irme. La luz ya no solo ocupaba
la ventana y la pared, diría que la propia habitación se quedó pequeña. Ya no
sentía el suelo bajo mis pies, no sentía nada. Solo había luz, por todas
partes. Pero no una luz cegadora como la que recordaba del sol, ni de una
lámpara. Era luz en el sentido de energía, no había en la vida nada comparado
con eso. Me sentía como una pluma, como un eterno suspiro. Menos denso que el
aire. No había nada a mi alrededor, no había límite alguno. Ni paredes, ni
objetos. Nada material, ni siquiera yo.
Pero,
repentinamente, esa energía desapareció. Seguía sin sentir nada, pero oía algo.
Voces. O solo una, no conseguía distinguirlo. Abrí entonces los ojos.
—...cular,
fue genial. Ayer Bárbara me prestó el libro que quiero leer y da la casualidad
de que Miguel tiene la película, así que cuando me lo termine veremos la
adaptación los tres. Por otro lado, Paula me dijo antes de ayer que tiene miles
de cosas que contarme de su viaje a la playa. ¿O eso ha sido hoy?...¡Ya no me
acuerdo! —rió divertida— . Madre mía, cómo pueden llegar a cambiar las cosas,
¿verdad? Sin duda la paloma me dio una lección que nunca olvidaré. Estaba claro
que si yo no hacía un esfuerzo por salir de ahí, nadie, humano, espíritu o
animal, iba a cogerme los pies para dar los pasos por mí. Ni siquiera el propio
destino o la suerte me habrían ayudado a poner fin a esa agonía. Ya no era
cuestión de "ya se me pasará", no. Hay cosas que, o haces que pasen,
o se quedarán siempre. Ya no confío en la suerte, ni en el destino. Lo que
significa que si no luchamos, no lo conseguimos. Pero el hecho de que no existan
nos da libertad para conseguir lo que nos propongamos, ya que no habrá ningún
"la suerte no está de mi parte".
Tanto
la acaloraron sus reflexiones en alta voz que tuvo que desarroparse e
incorporarse, quedando sentada en la cama. Cogió a Bunny, el osito de peluche
que la regalé cuando era pequeña, y continuó, repasando los bordados de su cara
con el dedo índice.
—La
forma de ver las cosas lo cambia todo, la perspectiva es algo que,
afortunadamente, todos podemos manipular a nuestro antojo, solo hay que saber
hacerlo. Es increíble cómo se puede sacar algo bueno de absolutamente todo,
cómo se puede aprender de ello si estamos atentos, incluso se puede aprender de
uno mismo, puesto que para empezar a vivir bien es necesario conocerse, y hacer
lo posible por estar a gusto con lo propio. Sí que es verdad que "hay que
pensar antes de hablar", pero para todo hay un término medio, como decía
Aristóteles. Si nos descuidamos, por menos de nada, pensamos mucho pero no
decimos palabra. Hay que buscar el equilibrio. No es bueno ni mucho ni poco,
por eso hay que aprender a controlar, a saber qué es lo mejor para cada uno de
nosotros. Aprender de la experiencia.
Sin
duda ahora parecía más viva que nunca, y yo, paradójicamente hablado, también.
Parecía que ya conciliaba el sueño, tumbándose de nuevo, cuando abrió los ojos
y finalizó:
—Ese
equilibrio que mencionaba antes no está ahí fuera, no hay que ser como una
veleta y dejarse llevar hasta que el viento decida estabilizarte, no hay que
depender de nada. Ese equilibrio está únicamente en nuestra cabeza, y también
es verdad que no todos los pensamientos concuerdan con nuestra persona. Quiero
decir, que no siempre es bueno identificarse con el propio pensar. No se puede
prestar atención a los miles de ellos que tenemos por minuto, no hay que
tomarles al pie de la letra. Tú eres tú, y luego están tus pensamientos. No
somos lo que pensamos. No hay que dejar que desaparezca esa línea que separa
ambos conceptos, son muy diferentes. Si flaqueamos y nos dejamos llevar, nos
envolverán, nos condicionarán, nos harán esclavos. No hay que dejar que ellos
nos convenzan de que es real todo lo que nos muestran. Hay que mirarlo por
medio de nosotros mismos, vivir el presente, y luego comparar qué había de
verdad y de mentira en ellos. Siempre damos demasiada importancia a las cosas, nos
ahogamos en un vaso de agua; no creamos montañas de la nada, sino puras
cordilleras. Y ahí es cuando y donde nacen los miedos, en lo alto de esas
elevaciones. Éstos —prosiguió— , son los peores enemigos del hombre,
manifestados a través del torrente de pensamientos, y solo hay una manera de
vencerlos: mirándoles a los ojos y demostrándoles que no les tenemos miedo.
Sólo así desaparecerán.
Ahora
sí que parecía estar en paz. Con sus pensamientos; con sus ya pasados temores,
consciente de que vendrían más que enfrontar; con ella misma y con su
alrededor. Y fue en ese momento, en el que su vida empezaba a encenderse,
cuando finalmente pude emprender mi camino hacia la luz, hacia la eternidad,
desde donde seguiré velando por todos ellos.
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