En un rincón
oscuro entre dos columnas, Huberto
había improvisado un nido de papel de
periódicos para acomodarse cuando no
conseguía un lugar más acogedor. Allí
instalados nos dispusimos a pasar la
noche echados lado a lado en la
penumbra, envueltos en el olor del
aceite de motor y el monóxido de
carbono que impregnaba el ambiente con
un tufo de transatlántico. Me acurruqué
entre los papeles y le ofrecí un cuento en
pago de tantas y tan finas atenciones.
—Está bien, aceptó él, algo
desconcertado porque creo que no había
oído en su vida algo que semejara
remotamente a un cuento.
—¿De qué lo quieres?
—De bandidos, dijo, por decir algo.
Invoqué algunos episodios de las
novelas de la radio, letras de rancheras
y otros ingredientes de mi invención y
me largué de inmediato con la historia
de una doncella enamorada de un
bandolero, un verdadero chacal que
resolvía a balazos hasta los menores
contratiempos, sembrando la región de
viudas y huérfanos. La joven no perdía
la esperanza de redimirlo con la fuerza
de su pasión y la dulzura de su carácter
y así, mientras él andaba practicando sus
fechorías, ella recogía a los mismos
huérfanos producidos por las
insaciables pistolas del malvado. Su
aparición en la casa era como un viento
del infierno, entraba pateando puertas y
lanzando tiros al aire; de rodillas ella le
suplicaba que se arrepintiera de sus
crueldades, pero él se burlaba con unas
tremendas risotadas que estremecían las
paredes y helaban la sangre. ¿Qué hay,
guapa? preguntaba a gritos mientras las
criaturas aterrorizadas se escondían en
el armario. ¿Cómo están los chiquillos?
y abría la puerta del mueble para
sacarlos de las orejas y tomarles las
medidas. ¡Ajá! los veo muy crecidos,
pero no te preocupes, que en un
santiamén voy al pueblo y te hago otros
huerfanitos para tu colección. Y así
transcurrieron los años y siguieron
aumentando las bocas que alimentar,
hasta que un día la novia, cansada de
tanto abuso, comprendió la inutilidad de
seguir esperando la redención del
bandido y se sacudió la bondad. Se hizo
la permanente, se compró un vestido
rojo y convirtió su casa en un lugar de
fiesta y diversión, donde se podían
tomar los más sabrosos helados y la
mejor leche malteada, jugar toda clase
de juegos, bailar y cantar. Los niños se
divertían mucho atendiendo a la
clientela, se acabaron las penurias y
miserias y la mujer estaba tan contenta,
que olvidó los desaires de antaño. Las
cosas iban muy bien; pero las
habladurías llegaron a oídos del chacal
y una noche apareció como de
costumbre, golpeando las puertas,
disparando al techo y preguntando por
los niños. Se llevó una sorpresa. Nadie
se echó a temblar en su presencia, nadie
salió corriendo en dirección al armario,
la joven no se precipitó a sus pies para
implorar compasión. Todos continuaron
alegremente en sus ocupaciones, unos
sirviendo helados, otros tocando la
batería y los tambores y ella bailando
mambo sobre una mesa con un
esplendoroso sombrero decorado con
frutas tropicales. Entonces el bandido,
furioso y humillado, se fue con sus
pistolas a buscar otra novia que le
tuviera miedo y colorín colorado, este
cuento se ha terminado.
-Eva Luna, Isabel Allende.

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